Por Harold S.
Siempre me ha provocado curiosidad cuando hablan del consumo en el ámbito de las artes. Digo, lo hacen en muchos más ámbitos, casi que en todos, hasta en los que uno por puro sentido común diría “acá no, imposible”. Las universidades con la tiranía de los papers, los medios de comunicación, el circo electoral en el que devino la política (a todos los niveles), todo lo audiovisual (películas, música, podcast, largometrajes, cortometrajes), la literatura, los libros, las conversaciones... Todo, de repente, se convirtió en producto para el consumo.
Está tan metida en nuestros usos simbólicos esta figura que la empleamos como si fuera normal. Y sí, es normal porque se convirtió en la “norma”. Surgen muchas preguntas: ¿Por qué lo damos por sentado? ¿Cuáles son los modos de operación que se han adoptado en los ámbitos de la vida para que el consumo sea la norma implícita y explícita? ¿Cómo llegaron nuestras relaciones con las cosas, con los demás y con nosotros mismos a este auténtico círculo vicioso? Etc.
No tengo ni un indicio de respuesta para estos graves problemas con consecuencias ecológicas. Pero me atrevo a pisar tímidamente el ámbito ambiguo y esclarecedor de las artes para intentar comprender este fenómeno. El problema es tan grave que quizá alguna que otra persona haya entrado a leer esta columna solo por el escándalo que le produjo el título (¿Cómo así que las artes no se consumen?, ¿es que no sabe de los problemas de los artistas?, ¿no sabe lo importante del arte para la sociedad?, etc.). No los culpo. Es difícil lidiar con prejuicios tan bien acentuados. Inclusive el manejo que desde la gestión administrativa de lo público se le ha dado a las artes se sostiene sobre ese prejuicio.
Cuando hablamos de consumo hablamos de varias cosas: ganancia (en términos monetarios), futilidad, entretenimiento, experiencia, producción. Publicitariamente hablando se plantea la pregunta de cómo captar la atención de las masas sobre el producto en cuestión; cómo lograr que llegue al mayor número de personas en el menor tiempo; básicamente cómo hacerles tragar lo producido antes de que siquiera se den cuenta de que lo tienen en el estómago.
En el ámbito (diría yo “el reino”) de las artes la cuestión pinta mal: además del andamiaje administrativo que se le ha impuesto, el cual, mediante unos órganos de vigilancia y estimulación (el ministerio de cultura, por ejemplo) se encarga de controlar los contenidos y los formatos de lo que se hace y de lo que puede ser financiado (o sea, se intenta además controlar lo que el artista pudiese imaginar para hacer), también está la venta de “experiencias artísticas refinadas”. Precarización y valorización de la mano. Se impide el florecimiento de las artes de los dos lados: en el uno porque no se puede hacer arte; en el otro porque difícilmente se puede acceder a él y porque sus contenidos son más una marca publicitaria que otra cosa. Lo cínico de este asunto de las “experiencias artísticas refinadas” (por ponerle una etiqueta provisional), al que hay que poner en sintonía con la crítica, es que sirve para unos fines oscuramente políticos, como ya lo viene diciendo Isabel Cristina Diaz en su columna “Hipócritamente correctos: la monetización de la protesta”.
Las instalaciones artísticas más elaboradas (o sea, publicitadas), como la que se viene haciendo sobre Banksy por varios países latinoamericanos, tienen la característica de que permiten tomar lo elástico de su marca y colocar unos contenidos, unas resignificaciones, unas imposiciones simbólicas de las que, en este caso, se sirven el Estado y sus élites conservadoras (también las progresistas, aunque no se note tanto). En el caso de la instalación de Banksy, así como la de muchas otras que son espectacularmente populares, se le da al espectador-cliente-consumidor un producto, dentro de un lugar específico, que tiene como propósito enarbolar un tipo de protesta social artificial, despojada de toda peligrosidad, vaciada del contenido que históricamente ha tenido y tiene. El modus operandi es así: por un lado la represión, la violencia física; por el otro la violencia simbólica, aunque de orden cuidadosamente encubierto, sin la cual la violencia física no se puede ejercer a gusto, como lo dijo Bourdieu.
Esto que menciono son solo unos ejemplos y unas estrategias usadas en el ámbito de las artes que, como se ve, tiene una extensión muchísimo mayor de lo que se creería. La dificultad para sacar a las artes de esta espiral increíblemente corrosiva es muchísima. Pero considero que se puede empezar con un examen del estado de las cosas, uno que penetre profundo, como con los rayos X, para identificar los mecanismos que la impulsan. Hay más que un interés monetario detrás de eso…
En fin, las artes no se consumen porque no son productos y tampoco marcas. No son parte de un espectáculo, aunque por su intensidad brillen sin el foco de las luces publicitarias encima; no generan utilidades cuantificables, pese a que aún sigan imbuyendo pasión en las vidas de quienes nos acercamos a ellas. Se resisten a ser domadas en pos del mero beneficio económico, que es la manera más fácil de empobrecerlas. Eluden el paso del tiempo, la obsolescencia programada para los productos y para la vida, porque son cosas hechas con una potencia secreta, llenas del ímpetu imperecedero de quienes la hacen, de su singularidad.
Ya seguiremos hablando de esto. Esta es solo una de la serie de entregas en desorden (con un orden diferente al secuencial) que iré trabajando. O quién sabe: que iremos trabajando, a nuestra manera, usted y yo.
3 de julio de 2022
Contra el consumo de las artes
Parte 1
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