Así que el más espantoso de los males nada es para nosotros, puesto que mientras somos la muerte no está presente, y cuando la muerte se presenta ya no existimos. En nada afecta, pues, ni a los vivos ni a los muertos, porque para aquellos no está y estos ya no son (...). El sabio, en cambio, ni rehúsa la vida ni teme el no vivir, porque no le abruma el vivir, ni considera que sea algún mal el no vivir.
Epicuro
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Con la alegría de la vida en paralelo solo poseemos una certeza que parece más una terrible sentencia, la muerte se impone en algún momento, tarde o temprano, en algunos casos muy temprano.
De la muerte no hablamos con serenidad, sabemos que es inevitable, pero pareciera que autónomamente no somos conscientes de la fragilidad y fugacidad de la vida. Mencionamos a la muerte en rituales —para quienes somos religiosos—. Está presente en el humor, en las burlas cotidianas, en frases pesimistas, se enuncia desde visiones o consideraciones pasajeras. Está presente en nuestras canciones, en nuestros poemas, en nuestra literatura, hemos construido instituciones que tratan de dar horizonte para prepararnos para la muerte.
A la muerte parece que la postergamos (o anhelamos postergar) desde nuestra voluntad, pero es precisamente ese elemento de la voluntad el que nunca poseemos. Es la muerte la incertidumbre que marca la condición humana, desde el paradigma científico se la presenta a profundidad como el fin de un ciclo, al cuál de cierta forma los avances de la medicina parecen extender en algunos casos la famosa esperanza de vida. Sin embargo, no todas las respuestas las da el paradigma científico, en la filosofía en cambio se pregunta desde amplias aristas cómo sobrellevar la finitud de la vida y sus respuestas son múltiples. Hay quienes apuntan a planos metafísicos y quienes por su parte resaltan que la vida es un viaje épico a la nada.
La muerte es paciente porque sabe que su victoria está asegurada, y aún con esa realidad inevitable a veces preferimos no tomarla en cuenta. Ella sabe manifestarse para recordar su supremacía. Quienes hemos perdido seres queridos recientemente quizás comprendemos mejor su manifestación y las heridas que deja, en especial luego de una pandemia y donde otras patologías se atienden desde un deficiente y mercantil sistema de salud.
De la muerte debemos hablar con más naturalidad y serenidad, aceptar e integrarla como parte del ciclo de la vida, pero no para caminar con pesimismo, sino al contrario para vivir con mayor intensidad y sensibilidad. Ser día a día conscientes de la muerte y de que somos seres finitos debe llevarnos a reconocer que probablemente el abrazo dado o el café compartido, son los últimos que daremos a las compañías cercanas, así como un atardecer maravilloso o una hermosa luna llena no están asegurados para que los volvamos a contemplar de nuevo.
En otros tiempos a esta realidad —o mejor a la conciencia de la finitud para vivir con intensidad— se le denominó el carpe diem. En el budismo una práctica bellísima que se emplea para tomar conciencia de la vida finita consiste en iniciar la mañana con una reflexión que sitúa interiormente que el día por vivir no está garantizado, esa práctica realizada con serenidad hace tomar en cuenta que la vida posee un valor y una belleza impresionante y merece ser apropiada diariamente con su magnificencia.
Quizás parte de la angustia que nos genera el miedo a la muerte es la consecuencia de plantearnos la existencia de un después o una nada sin impacto en la vida cotidiana. El después sitúa a la muerte como interrupción momentánea, que da tránsito a una existencia infinita. La nada presenta a la muerte como el punto final de la vida. Independientemente de lo nos identifique, tal vez el llamado común de ambos planteamientos sea apreciar el vivir la vida en su finitud terrenal como una obra de arte.
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De este modo si la vida es un relato nuestras vidas se merecen los mejores finales, y en su desarrollo no merecen ser enajenadas por ningún motivo, así como la muerte tampoco se puede enajenar y arrebatar de nuestra voluntad.
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