Establecer rangos etarios se convierte en una importante herramienta para la administración (pública o privada) porque le permite identificar necesidades e intereses generales de los grupos poblacionales resultantes de esa división. De ahí nacen las conocidas divisiones entre “infantes, jóvenes, adultos y adultos mayores”, entre otras. Para el caso de las municipalidades, esta división por rangos les facilita a las administraciones la forma de distribuir el presupuesto público a fin de solventar las necesidades y fomentar capacidades según se identifiquen en cada caso.
Todo puede ir bien hasta ahí. En Colombia, sin embargo, hay una corriente dentro de la administración pública, impulsada por la publicidad, el marketing y la gerencia (que contiene a las dos anteriores como herramientas de crecimiento), que bebe del ejemplo del empresariado privado y se ha instalado con la siguiente consigna: “propaganda andante”. La idea es hacer de cada persona, según los rangos etarios, una muestra publicitaria sobre las ejecuciones de la administración de turno. Así como los empresarios se pueden dar el lujo de poner su nombre en los productos que venden (Mario Hernández, Arturo Calle, etc.), y el consumidor que los compra, a precios elevados (porque son “originales”), se convierte en el portador del movimiento natural de una publicidad por la que no le pagan, así mismo el modelo ha sido adoptado en muchas municipalidades y departamentos.
Quiero poner sobre la mesa dos casos, quizá los más evidentes: el de los infantes-jóvenes y los abuelos. Estos son, en términos de edad, lo grupos más vulnerables dentro de una sociedad. Los unos porque son dependientes de recursos materiales y formación mientras maduran para abrirse paso en el mundo del trabajo; los otros, los viejos, que ya tuvieron su paso por el mundo del trabajo (en teoría, y sabemos que para este aspecto la realidad está dolorosamente alejada de la teoría), salen consumidos física y vitalmente de ese mundo, llenos de las dolencias propias del ciclo biológico de la vida, lo que los lleva a volver a ser dependientes del cuidado de otros. Ambos grupos requieren de la atención adulta para desplegar sus capacidades o para descansar de las perdidas. Ambos son con frecuencia desatendidos. Sin embargo, la respuesta social para mitigar esa desatención son las instituciones: la escuela y el ancianato.
Ahí, justo en ese paso institucional que es casi ineludible para todos los seres humanos, encontraron una mina de oro los hacedores administrativos. Saben que la vulnerabilidad, bien orientada, lleva a la docilidad. Al fin y al cabo, dirán, de eso se trata gobernar: manejar (¡¿manipular?!), dividir, medir y controlar. ¿Y si no se trata de eso…?
Veamos los abuelos que caminan por nuestros municipios: ¿por qué razón tienen que ser la propaganda ambulante de una administración? ¿Acaso el subsidio que les dan (que es miserable, de las peores expresiones del asistencialismo) y las actividades que les hacen en las “casas del adulto mayor”, fruto de los dineros de los contribuyentes que administran los gobiernos locales, justifican que el gobierno de turno o una institución cualquiera se publicite en las sudaderas, ruanas o demás insumos que les dan? ¿Por qué los cuerpos administrativos son tan indignos y le hacen creer a la gente que eso es “regalado”? ¿Dónde quedó el respeto por los ciudadanos, esa piedra angular de cualquier tipo de organización político-administrativa?
Las imágenes son tomadas de los sitios web institucionales de las alcaldías de Bogotá, Mosquera, Popayán, Cajicá, Manizales y Funza, y de la gobernación del Valle. El lector o lectora podrá encontrar más ejemplos si navega un poco en la web.
La respuesta a todos esos interrogantes tiene que partir de un reconocimiento: hemos permitido que eso suceda y nos hemos dejado ver la cara. Sea cual sea el estado de las cosas hoy, que es bastante malo, no hay una concepción fuerte y bien contenida de lo que significa ser ciudadanos ni de lo que significa tener un cuerpo de servicio público y administrativo. ¿Qué sentido tiene tributar, pagar impuestos, si la administración pública ofrece cosas “regaladas” y no fruto de un pago hecho de antemano por los ciudadanos para contribuir y sostener el bienestar colectivo?
Veamos a los estudiantes, jóvenes y niños. La estandarización de los uniformes en los colegios públicos, si bien parece facilitar el cubrimiento total de estos insumos a cada estudiante, también les dio el papayazo a las administraciones para que pusieran ahí su marca, su eslogan, justificándolo con el sentido de pertenencia por el territorio que debe construirse en los neófitos. ¿Qué tiene que ver el sentido de pertenencia con el portar publicidad oficial no paga que se confunde con el cubrimiento de la necesidad de uniformes? Nada. Pero da igual los malabares que se hagan con las razones que dan, lo hacen y lo seguirán haciendo mientras lo sigamos permitiendo, mientras no se cuestione, mientras no se ejerza la ciudadanía.
Veamos las obras de infraestructura: las casas del adulto mayor y los colegios. ¿Por qué las obras deben llevar placas con los nombres de los gobernantes de turno, cuando ellos no han sacado un solo peso de su bolsillo ni han puesto un solo ladrillo para construirlo? ¿De dónde vienen los dineros para su construcción? De los contribuyentes. ¿Quiénes son aquellos gobernantes? Nada más que personas a las que les hemos dado permiso de administrar las cosas públicas: nuestro erario, nuestros espacios, nuestras obras.
De lo que se trata todo esto, en últimas, es de ningunear a las personas. Es un proceso nada sutil de personalización y desprecio por la cosa pública. Al hacerlo, vamos perdiendo, gradualmente, el sentido profundo y vigoroso de lo público. Lo que tenemos que plantearnos, radicalmente, es si vamos a permitir que las cosas sigan así. Un primer paso para cambiarlas es mirar alrededor, mirar a nuestros niños y niñas, jóvenes, abuelos y abuelas. ¿Cómo hacemos para que, colectivamente, les brindemos una mejor calidad de vida? ¿Qué hacemos para que nadie les ponga su marca, para que nadie se adueñe de sus cuerpos y de nuestra visión cotidiana? Volvamos la mirada sobre la cosa pública, sobre aquello que es responsabilidad de todos y de lo que nadie es dueño. Un segundo paso: rediseñar lo que está mal concebido en las administraciones.
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