A lo largo de las últimas décadas, ha crecido la preocupación entre urbanistas, arquitectos y ciudadanos por el declive generalizado de la calidad estética de las ciudades modernas. Para muchos de nosotros, las ciudades contemporáneas carecen del encanto y el atractivo de las ciudades de antaño, como París, Roma, Buenos Aires o Nueva York. Al emplear la palabra ‘estética’ en relación a la ciudad, nos referimos al placer que la arquitectura de calidad produce al ser observada, y como ese placer permite generar un sentido de arraigo, orgullo y pertenencia en quien habita la ciudad. Si bien las razones detrás de esta percepción generalizada de decadencia estética en el entorno urbano actual son complejas y multifacéticas, hay varios factores claramente identificables que nos pueden explicar este fenómeno y quizá también nos pueden sugerir cómo contrarrestarlo.
En general, las ciudades modernas han experimentado un proceso de crecimiento y urbanización descontrolado a lo largo de las últimas décadas, por lo que la fría funcionalidad y la practicidad se han impuesto sobre la estética. Esto resulta ser necesario a la hora de proveer alojamiento y servicios de manera rápida y costo-efectiva. Por esta razón, han proliferado edificios utilitarios de infraestructura estandarizada que carecen del carácter único y encantador de los edificios más antiguos. Por estas razones, las arquitecturas funcionalistas, minimalistas y modernistas dominan el entorno. Con esto no sugerimos que toda la arquitectura moderna es estéticamente deficiente, existen numerosos ejemplos de arquitectura moderna de gran calidad, pero ciertamente la austeridad fría y burda de una gran mayoría de edificios diseñados sin mayor cuidado hacia el detalle es abrumadora.
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Foto tomada por Ricardo Malagón Gutiérrez
La preferencia por los aburridos estilos contemporáneos no se hace en el marco de un gran cálculo colectivo en el que la sociedad en su conjunto decide optar por sacrificar la belleza de la urbe en nombre del bienestar fundamental de aquellos que carecen de alojamiento. La decisión de relegar la calidad estética de los edificios se toma, en la mayoría de casos, por constructores y desarrolladores particulares, quienes no tienen incentivos económicos para preocuparse por plantear proyectos que dialoguen estéticamente con la ciudad, ya que su preocupación fundamental es maximizar sus ganancias. Por esta razón, invertir en la dimensión estética de un edificio solo tiene sentido si esto ayuda a aumentar su demanda, por lo que la arquitectura bella tiende a reservarse para aquellos con la capacidad adquisitiva para demandarla, mientras que la vasta mayoría de personas se quedan con edificaciones construidas de manera fría y cínica.
Otra razón por la cual ya no tiene sentido invertir en arquitectura hermosa, es por que se ha perdido el tiempo y el espacio para admirarla. Al pensar en los entornos que nos fascinan como humanos, generalmente pensamos en los cascos antiguos de las ciudades, ya sean los hermosos bulevares haussmanianos de París, las sinuosas calles medievales de Praga o el centro histórico colonial y republicano de Bogotá. Todos estos ambientes tienen algo en común: fueron construidos para ser recorridos peatonalmente. Al caminar tenemos el tiempo de mirar hacia arriba y hacia los lados, y realmente apreciar la calidad de la arquitectura que nos rodea. Después de la proliferación del automóvil, la forma urbana pasó a desprenderse de los trazados viales diseñados para el vehículo particular. Como consecuencia no tenemos tiempo para apreciar los que nos rodea, tenemos que estar pendientes de los otros vehículos y al manejar únicamente las enormes y desproporcionadas vallas publicitarias retienen nuestra atención.
Por su parte, las ciudades y los entornos que son ampliamente considerados hermosos, generalmente, han contado con autoridades gubernamentales fuertes que se impusieron ante las lógicas del libre mercado y guiaron de manera firme la construcción y mantenimiento de la arquitectura. El trazado urbano de París, fue el producto de un proyecto político sólido y ambicioso, en el cual el Estado tuvo la capacidad de materializar una visión coherente y armoniosa. El sistema parisino de plazas circulares y caminos rectilíneos diseñados para crear una sensación de longitud infinita y proveer espacios verdes dominados por edificaciones de importancia simbólica como iglesias, palacios o fuentes, solo fue posible gracias al poder de las autoridades gubernamentales.
Otras ciudades antiguas que surgieron a partir de la construcción colectiva y gradual, sin mayor planificación central, retienen su belleza gracias a las estrictas leyes de conservación y patrimonio que los Estados imponen para preservar la coherencia de las arquitecturas tradicionales y vernáculas. Ya sea en la planificación o en la preservación del patrimonio, el Estado debe jugar un papel mucho más activo e incluso propositivo en la evolución de la ciudad. Únicamente la implementación de regulaciones sobre los estilos, las alturas, las tipologías y las fachadas pueden asegurar la coherencia, la armonía y la calidad escenográfica de las urbes.
Hoy en día, aquel nivel de control del Estado sobre el desarrollo de la forma urbana sería percibido como autoritario, ya que el sentido común actual ha sido moldeado por varias décadas de ideologías y teorías que promulgan la desregulación. En consecuencia, se entremezclan hoy a menudo una cacofonía de estilos arquitectónicos y de tipologías de manera desordenada e incoherente, ya que el caos azaroso de la lógica del libre mercado se manifiesta en la evolución de la ciudad en la que el espacio público pasa a ser un residuo o producto secundario de la agrupación de espacios privados.
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Foto tomada por Santiago Malagón Restrepo
Otro factor importante que contribuye a la fealdad de nuestras ciudades contemporáneas es la falta de equipamientos y amenidades junto con una concepción paupérrima y miserable del espacio público. Los bulevares, parques, plazas, fuentes, estatuas, y edificios cívicos y religiosos del pasado, que antes jugaban un rol esencial la relevancia simbólica de un lugar, ahora son ausentes en el paisaje de nuestra ciudad moderna. De igual manera, las fachadas antes conformaban un todo integrado con la calle, la cual era el escenario de vida pública, ahora no existe mayor preocupación por construir fachadas con coherencia estilística con el entorno, más aún cuando las rejas de los conjuntos privados nos rodean en todo lugar y momento.
Aun si milagrosamente nos propusiéramos como sociedad recuperar la belleza de nuestras urbes, muy posiblemente no tendríamos quién diseñe y construya estos espacios nuevamente. La gran mayoría de escuelas de arquitectura enseñan únicamente los lenguajes estéticos modernos, como si fueran una verdad revelada, y los conocimientos y tradiciones artesanales en carpintería, ornamentación y escultura se han perdido en el olvido y desprecio.
Sin embargo, no todo está perdido. Alrededor del mundo han surgido movimientos artísticos y políticos para recuperar la belleza de las ciudades. En Suecia, el arquitecto Eric Norin es el vocero de un movimiento político y artístico para preservar y volver a construir en estilos tradicionales. Incluso se han propuesto plebiscitos mediante los cuales las mismas poblaciones escogen qué estilos son permitidos en sus ciudades y pueblos. En muchos países, han surgido asociaciones y firmas de arquitectura que buscan retornar la arquitectura vernacular y clasicista de gran calidad. Por su parte, asociaciones como “the Prince's Foundation for the Built Environment” buscan preservar y revivir el interés en oficios tradicionales vinculados con las arquitecturas antiguas. Y cada vez tenemos más conciencia de la importancia de abandonar el automóvil como piedra angular de la planificación urbana y buscar alternativas al desarrollo carro-céntrico gracias a movimientos como el Nuevo Urbanismo.
En conclusión, las razones de la falta de belleza percibida en las ciudades modernas son complejas y multifacéticas. Factores como la rápida urbanización, los cambios en los estilos arquitectónicos y las prioridades contrapuestas entre las partes interesadas contribuyen a la fealdad de las ciudades modernas. El desafío para las autoridades gubernamentales y para las comunidades políticas es guiar a los urbanistas y los arquitectos en la búsqueda de un equilibrio entre el pragmatismo utilitario y el diseño de ciudades estéticamente agradables e inspiradoras que no solo sean funcionales y eficientes. Esto implicaría entender el disfrute y acceso a un entorno urbano genuinamente estético no solamente como un privilegio, sino como un derecho colectivo.
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